La Editorial Isla Negra publicó el libro de cuentos Contramundos, del escritor Alberto Martínez-Márquez (Bayamón, Puerto Rico, 1966). El mismo consta de 32 narraciones breves escritas entre 1990 y 2009, algunas de las cuales fueron publicadas con anterioridad en revistas puertorriqueñas (En jaque, Diálogo, Cuadrivium, El Cuervo, En Rojo) e internacionales (Brújula/Compass, Nueva York; y Novum, México).
Su obra poética a sido publicada en revistas nacionales e internacionales, en importantes antologías puertorriqueñas e hispanoamericanas, y premiada con la Medalla de Poesía Francisco Matos Paoli, en el Certamen Internacional de la Revista Mairena y en el Certamen de Poesía de la Universidad de Puerto Rico, entre otros.
Contramundos está disponible en las siguientes librerías de Río Piedras: La Tertulia, Librería Mágica y Norberto González.
Contramundos: irrealidad e infamia
Publicado el 7 enero 2011 por Mario R. Cancel
“La escasez de realidad que informan sus ojos no lo desanima”
“factor cero” de Alberto Martínez-Márquez
Dada su desconfianza en torno a la relación del logos con la realidad, Alberto escribe como si se tratara, ya no de un diálogo inútil, si no más bien de un monólogo infructuoso. El interlocutor imaginado no hace falta. Si acepto esa premisa se me facilitarán las cosas. Ahora debo tratar de determinar qué imagino que me dice o me cuenta este escritor. Así salvo la responsabilidad con los tribunales académicos y puedo continuar disfrutando del libro.
Hay algo del retrato de una despiadada inhumanidad en estos textos, casi tanta como la que percibo en la narrativa de Pedro Cabiya y en la de Elidio La Torre Lagares desde sus particulares talleres y con su peculiar instrumentario. Me siento tentado a pensar que Alberto oscila entre un realismo y un irrealismo igualmente sucios, faltos de pulimento como la imagen borrosa que recogemos de las cosas. En ese sentido, la vulgaridad es una virtud. La mejor metáfora de ese emborronamiento oscilante está, me parece en el texto “para llegar a la ciudad de U” (56). Pero el vaivén no es un mero viaje de A hasta B: el narrador se detiene selectivamente en diversos espacios de la curva y desde allí escribe.
Diálogo de infames
El temario a través del cual se mueve, al menos el que yo decido resaltar, confirma la imagen que recojo. El asunto del doble en “la mujer aquí a mi lado se llama Thérèse” (15), anuncia universos paralelos en “esplendor de la trampa” (32), o trasunta el círculo hermenéutico que toscamente sugiere el “cuento de nunca acabar” (17). Se trata de tres maneras de conculcar la realidad.
La documentación irrealista y su demostración domina. En “franco o el espacio ausente” (16) toma la forma de agujero de gusano o Puente de Einstein-Rosen que ocupa la mesa. Pero en “el otro lado” (45), el empalme lo ofrece la arracionalidad del sueño o de la misma imaginación. El asunto no se queda allí: “tócala de nuevo” (47) vuelve al asunto a través del filme por medio de la figura de tonos grises del Dooley Wilson de “As time goes by”. ¿La voz narrativa es un intruso en Casablanca? Tal vez, tal vez. Me parece que el proceso culmina casi al final del libro cuando Apolodoro de Corinto acaba por destruir la obra magna de su vida en “el fin de la belleza” (61).
La otra pasión de Alberto es el tema de la muerte, la destrucción o el fin de la cosas. Puntea toda la ruta de A a B en la oscilación, esa que definí entre el realismo y el irrealismo sucios. En “ha fallecido” (22) y “poética” (23), se sintetiza en pura anécdota consiguiendo que la duración y la fugacidad se entremezclen de página a página. Vuelve en “el espejo” (27), y en “memorial del humo” (34) alude a Alfred Jarry, el conocido inventor de la Patafísica, una de las más coordinadas burlas de la ciencia y la filosofías clásicas y modernas. Por fin retorna la muerte en la escena de los asesinos, muy a la Ernest Hemingway, muy al modo del Cine Negro, tan bien conseguido en “marsupiales” (66). Allí matar a Rafael es apenas una coda que se insinúa fugazmente al final del texto. La colección, no cabe duda, termina con otra muerte. Cleo Bustos en “el nombre de nadie” (81), es algo así como un Don Guido machadiano. La vocación de insensibilidad y de infamia de Alberto es incomparable.
Unos comentarios y terminaré
Las narraciones de Alberto transitan por el territorio de la sospecha y la incertidumbre. El sabor que me dejan los más extensos de ellos, es el de que degusto la irresolución aunque no sé coomo debo catarla. Me asalta la idea de que nada ha pasado realmente. Se trata del planteamiento teórico de que la ausencia de un relato es funcional. Claro que la organicidad y la estructura, no son una meta del autor y amigo: eso estaría bien para talleres de principiantes. A Alberto parece preocuparle más la inconsecuencia y la anarquía.
La ansiedad por redactar ambas cosas sin lastimar la belleza del caos, se consigue con eficacia en los cuentos “la pelirroja” (48) y “filipek” (62). Se trata de dos joyas de narración transgresiva. El procedimiento recuerda los Short Cuts de Raymond Carver, lo mismo en su versión escrita que en la cinematográfica. Pero la riqueza de lenguaje es muy superior y me sugiere los giros ebrios de Under the volcano de Malcolm Lowry igualmente en su doble versión literaria y fílmica. Digo que me lo recuerda, no que haya sido su modelo: estoy convencido de que leer también es un acto de la memoria inconsciente. La agresión de la pelirroja, una mordida en el pene de su amante, y el doble engaño del Filipek, solo es una excusa contar cosas sin importancia que, sin embargo, llenan todos los días de los seres humanos.
Por último, “cuadros de costumbre” (69) es un ejercicio isabelino a la manera de Pepe Liboy con quien Alberto siempre ha sentido un estrecho vínculo. En el proceso se elabora una curiosa reflexión sobre la narración que se formula de la manera más simple: “Comenzar. Ese es el dilema”. Claro que detrás del texto también parece que aguarda agazapada una dura ironía contra la sensiblería melosa de cierta cultura pueblerina. Yo he hecho ese ejercicio con mi natal Hormigueros y La Torre Lagares lo ha hecho con su Adjuntas. Pero Alberto se encuentra en otra posición. En su caso se trata de un bayamonés insaculado en provincia. El reconocimiento de que las relaciones entre las personas se cimentan sobre los múltiples modos de la ignorancia mutua justifica el cierre del texto: “por primera vez en mi vida me pobló el desasosiego” (78).
Disfruto estos textos de Alberto Martínez Márquez como lo que temo que son: unas murmuraciones pergeñadas al margen de toda lógica. De otro modo, se me haría imposible su lectura.
Tócala de nuevo / cuento de Alberto Martínez Márquez
A la memoria de Dooley Wilson
“Tócala de nuevo,” le dije al pianista al concluir la pieza.
Él me lanzó una mirada despectiva desde el blancor iracundo de sus ojos. No reparé en ello. Insistí que tocara de nuevo la hermosa melodía cuyo título olvidé en algún recóndito lugar de la memoria. El pianista se me quedó mirando con la misma cara de desprecio. Ese gesto me incomodó muchísimo. Así que le increpé al pianista por qué no me había complacido. Yo entendía que ésa era su obligación: complacer a los parroquianos. Alrededor de nosotros la gente comenzaba a impacientarse. El pianista negro se levantó y me dijo:
“Esa línea no le toca decirla a usted… Señor.”
Me intrigó la pausa larga antes de “Señor.” En ese preciso instante, el pianista llamado Sam dirigió su vista hacia el hombre del esmoquin blanco que aguardaba en la barra, obligándome también a mirarlo. Entonces fue que lo comprendí todo. Me di media vuelta y abandoné de inmediato la película. A mis espaldas escuché con cierto resquemor una voz que decía:
“Tócala de nuevo.”
Fue la última vez que oí la hermosa melodía, mientras la oscura e infinita noche comenzaba a engullirme.
“Tócala de nuevo,” le dije al pianista al concluir la pieza.
Él me lanzó una mirada despectiva desde el blancor iracundo de sus ojos. No reparé en ello. Insistí que tocara de nuevo la hermosa melodía cuyo título olvidé en algún recóndito lugar de la memoria. El pianista se me quedó mirando con la misma cara de desprecio. Ese gesto me incomodó muchísimo. Así que le increpé al pianista por qué no me había complacido. Yo entendía que ésa era su obligación: complacer a los parroquianos. Alrededor de nosotros la gente comenzaba a impacientarse. El pianista negro se levantó y me dijo:
“Esa línea no le toca decirla a usted… Señor.”
Me intrigó la pausa larga antes de “Señor.” En ese preciso instante, el pianista llamado Sam dirigió su vista hacia el hombre del esmoquin blanco que aguardaba en la barra, obligándome también a mirarlo. Entonces fue que lo comprendí todo. Me di media vuelta y abandoné de inmediato la película. A mis espaldas escuché con cierto resquemor una voz que decía:
“Tócala de nuevo.”
Fue la última vez que oí la hermosa melodía, mientras la oscura e infinita noche comenzaba a engullirme.
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